domingo, 8 de noviembre de 2009

11 de Julio

Luego de estar cinco días en reposo por una supuesta enfermedad para la que yo no presentaba síntomas y por recomendación de un médico, al cual le hubiese pedido el titulo en el caso de ser yo mi mamá, tuve la “maravillosa” oportunidad de cursar el año en una nueva escuela de un barrio sobrecargado de hoteles. ¡Jo! ¡Cuántos malos (repugnantes) recuerdos me traían!

A pesar de la mala predisposición que aquella mañana presentaba, me di aliento a mi mismo para levantarme soportando la cantidad de estúpidas sugerencias que mi madre no se cansaba de decir durante el desayuno. Finalmente me convencieron para que lleve a mi hermana primero a su escuela para calmar los nervios que traen los cambios. ¡Jo! Cómo si yo lo necesitara…

El lugar estaba atestado de niños portando libros de materias contables (libros que yo nunca me dignaría a tocar) y niñas con ridículos flequillos ondulados y cabellos largos que ocultaban las elevaciones producto de la pubertad. Si han de existir excepciones entre la estupidez de todas esas personas, podría nombrar a una joven que vestía una remera Tommy Hilfiger y cabellos recogidos que, lamentablemente, dejaban al descubierto su poca dote femenina en su pequeño tórax. ¡Jo! A ella, que tendría que disimular sus pequeñas dimensiones, no le importaba mostrarse tal cual era. ¡Menuda rareza encontré en este nuevo colegio!

La primera de las patéticas clases que me tocó presenciar ese día, y el resto del año, fue con un típico italiano, de esos que pasaron tantos años en nuestro país y, sin embargo, nunca lograron aprender el idioma. Era el profesor de música más inculto que había visto en mi corta vida escolar y, para que me desagrade más, me hizo presentarme ante toda la clase. ¡Jo! Cómo si a los demás les interesara la vida de la oveja negra de una familia triunfadora por donde se la mire. Según lo poco que escuché durante su exposición sobre un tal Mozart, el italiano inculto se hacía llamar Stéfano y nos contaba cosas sobre “la gran aventura de migrar”, “madurar sexualmente lejos de algún familiar que pueda aconsejarlo” o “ganarse la vida en un circo”.

Durante el almuerzo conseguí una mesa para mí solo al ser uno de los primeros en entrar a la cafetería. Desafortunadamente mi paz se vio alterada por ocho personas que reclamaban la propiedad de la mesa, de mi mesa. Por supuesto que intenté hacer lo posible para quedarme solo pero insistieron en que yo podía quedarme con ellos, así que accedí a integrarme. Les conté datos falsos, como suelo hacer con extraños, acerca de mi vida y ellos se presentaron ante mí. La chica de pelo recogido que había visto esa mañana se llamaba Libertad pero prefería que la llamaran Liber. El joven de orejas grandes y cara asimetrica se llamaba Ian y era su hermano. Al lado de un chico que solo menciono sus inciales, R.T, se hallaba un proyecto de mujer con ojos saltones que no dejaban de mirarme con extrema seducción (o eso intentaban) que respondía al nombre de Rabbit. ¡Jo! Parecía un sobrenombre, pero increíblemente no lo era. ¿Sabrían ella y sus padres que Rabbit significaba conejo? ¡Qué absurdo castigar de ese modo a tu hija! Rabbit no dejó de mirarme por el resto del almuerzo, hasta me sentí lindo. ¡Quién lo diría!

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